Desde las entrañas del volcán

Desde las entrañas del volcán
Blog-experimento. Espacio onírico. Utopía en proceso de construcción. Soy comunicadora audiovisual, guionista, escritora, feminista, militante de lo colectivo, artista, activista, anticapitalista y hechicera de la revolución. Colaboro con varias publicaciones y me apunto a un bombardeo. Para propuestas amorosas y proyectos contacta conmigo: garcialopez.alejandra@gmail.com

jueves, 28 de julio de 2011

Diario de una ingenua

Salí de la ducha. Admiré mi cuerpo desnudo en el espejo. Me vi, peligrosamente, atractiva. Hay dos tipos de miradas: las que me gustan y las que no. Crucé para acortar camino y allí estaban ellas. Como si el tiempo no pasara. Las veía todos los días, clavadas en la acera, como señal en carretera. Solo las miraban de la forma que a mí no me gusta. No sé si podría soportarlo, pensé.
El bar estaba casi vacío. Había llegado pronto. Me senté al fondo mirando a la puerta.  Vino un camarero atractivo a tomarme nota. Me lo llevaría a casa ahora mismo, me pasó por la cabeza. Mientras, pedía mi Gintonic, sonriente. Me quedé observando a la gente. Entró un hombre muy interesante. Parecía dirigirse a una mesa. Me vio y se sentó más cerca. Su mirada era incierta, turbia y pervertida, pero me gustaba. Mire el reloj. Media hora de retraso, ya no viene, intuí. Su mensaje diez minutos más tarde me lo confirmó: “No puedo ir pequeña”. No me importaba demasiado. Estaba entretenida. Era la pelota de un partido de miradas lascivas, que peleaban sutilmente por llevarse aquel premio, que era yo. Me sentía poderosa, deseada, y muy impaciente.

El camarero vino a traerme la tercera. De parte del señor de ahí, me dijo con recelo. Y me dio una nota. Decía que nos fuésemos a un hotel y mis servicios serían bien recompensados. Me enfadé mucho. No podía creérmelo. Mi corazón empezó a latir. Levanté la mirada y allí estaba. Mientras jugueteaba con la copa y observaba como me desnudaba con la mirada, empecé a pensar en las hetairas.

Siempre me había sentido atraída por aquellas mujeres de la antigua Grecia. Dedicadas a los placeres del cuerpo y objeto de ofrendas a Afrodita. Las más libres de toda Ática. Tenían independencia y cultivada educación. Algunas, incluso, filósofas ellas mismas. Dominadoras de oradores. Inspiradoras de filósofos. ¿Por qué no convertirme en Aspasia por una noche?, pensé. Aquel hombre me miraba como si quisiera traspasarme, abrirme en canal y meterse dentro. Su lengua hizo bruscos movimientos y sus manos me recorrieron atrevidas por todos los rincones de mi cuerpo. Cuando intentó besarme, todo cambió. Su aliento, caliente, olía a perro muerto. La elegancia de aquella habitación pareció desvanecerse. Las ganas de ser poseída se me quitaron. El ambiente era sórdido. Estaba cargado y olía a sudor. Aquella mirada me dio miedo. Quise salir de allí corriendo. Se levantó y empezó a masturbarse. Me quedé paralizada, horrorizada.

No pude decir nada, ni moverme. Sólo recé para que acabara rápido. Así fue. Aquel miembro empezó a escupir. Salpicándolo todo. Salpicándome a mí. Sentí ganas de vomitar y conseguí ponerme de pie. Me puse el vestido y salí sin mirar atrás. En la calle lloré. Por mí, porque me había dejado sucia y vacía. Con la imagen de un pobre animal eyaculando, enfermo, ansioso, desesperado. Comprendí lo estúpido de mi comportamiento. Y seguí llorando por quienes tienen que pasar por esto. Para sobrevivir, para poder seguir siendo. Somos sexuales pero también racionales y amorales, con inquietudes y aspiraciones, que van más allá, ¡joder!. Volví corriendo a la calle dónde el tiempo no pasaba. Dónde estaban ellas. Aquel hombre me había dado el dinero al llegar al hotel. No lo quería. Me dirigí a una, la más joven y se lo di. Me miró cómplice, agradecida y humilde. No hicieron falta más palabras. Volví a casa. Juré que no perdería ni un segundo en algo que no me hiciera ser mejor. Había vendido mi alma al diablo. Me costó recuperar la dignidad que dejé en aquel hotel. 
 Fin


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