Desde las entrañas del volcán

Desde las entrañas del volcán
Blog-experimento. Espacio onírico. Utopía en proceso de construcción. Soy comunicadora audiovisual, guionista, escritora, feminista, militante de lo colectivo, artista, activista, anticapitalista y hechicera de la revolución. Colaboro con varias publicaciones y me apunto a un bombardeo. Para propuestas amorosas y proyectos contacta conmigo: garcialopez.alejandra@gmail.com

martes, 13 de septiembre de 2011

Recuerdos

El árbol de la vida, Gustav Klimt
  


No hay mejor bendición que la memoria, pensó al final de aquel fatídico día.
Como siempre, ella le esperaba sentada en el jardín, viendo las flores balancearse con el viento y las abejas y los pájaros,  haciendo lo que cada día les apetecía.
Disfrutaba de la luz del atardecer, le parecía que las cosas eran aún más hermosas, si es que podían. Quedó absorta contemplando un remolino de aire que hacía bailar las hojas secas elevándolas, desde el suelo, para volver a dejarlas caer. Una y otra vez, sin prisa ni pausa, un movimiento libre, pero continúo. Como la respiración, pensó.
Entonces recordó el primer día que le vio dormir. Tan calmado, tan sumido en sus sueños que su rostro parecía no haber adquirido nunca otra expresión. Esa era la expresión perfecta de su interior, ella así lo imaginaba cuando le susurraba en la oscuridad.
Unas líneas muy sutiles,  en las comisuras de su boca,  dibujaban una leve sonrisa que se hacía más evidente cuando su pecho se llenaba de vida, de aire y se distendía cuando su cuerpo se vaciaba.
Ella acercó su oído y sin apoyarse, tan solo rozando la piel desnuda de su compañero, cerró los ojos y se concentró en el sonido de su respiración. Inspiraba y espiraba, pausada y profundamente, y le recordó a otro sonido que también le había cautivado a lo largo de  su vida, el de las olas del mar.
El mar también inspiraba y espiraba.  Al mar también se le escuchaba respirar. Y ambos sonidos la mecían, la tranquilizaban, hasta llevarla a un estado de letargo, de ensoñación en la que su mente divagaba llena de fantasía, guiada por la inspiración.
De pronto, un movimiento brusco la interrumpió. La mano de su hermana la zarandeaba y, de un salto, se levantó. Al escuchar la noticia, su corazón dio un vuelco y se encogió. Su estómago quedó hecho un nudo y, sin quererlo, vomitó. Las piernas le temblaron y su vista se nubló, pero al pensar en lo que le habían contado, sacó las fuerzas y huyó.
Corrió despavorida entre los matorrales, intentando olvidar lo que había pasado. No quería recordarlo, pero no podía evitar imaginarle en esa dolorosa situación. No se lo merecía, ¿quién se lo merece?, pensó. Quería haber estado con él en aquel momento y poder despedirse como quería o haberse ido con él, ¿por qué no?.
Avanzó velozmente entre el follaje, hasta que una rama le golpeó. Una brecha se abrió en su mejilla, pero no le dolió. Sufría más con la herida abierta que había en su corazón. Se paró en seco y apretó el corte de su rostro y, de pronto, sintió el dolor. Vio su mano manchada de sangre y sintió alivio pues ahora el corte latía afligido más que su interior. Tan sólo fueron dos segundos de distensión, porque la imagen de su compañero ausente a su mente volvió. Y siguió corriendo desesperada, sin apenas aire, hasta que el final de la tierra se lo impidió.
Frenó en seco y contempló el acantilado, salvaje y escarpado, y las feroces olas rompiendo contra los riscos,  como si estuvieran también furiosas por lo que había ocurrido.
La joven sintió el impulso de tirarse y poner fin al inmenso sufrimiento que le separaba para siempre de aquel a quién amó.  Y en un intento desesperado de respirar el aire que le faltaba, lo consiguió. Sus pulmones se llenaron de oxígeno y un grito desgarrador salió de sus entrañas. Rompió a llorar desconsolada y entre alaridos y lágrimas cayó al suelo, agotada.
Era su forma de expresar la rebelión que había decidido iniciar contra la naturaleza,  la misma que había querido arrebatárselo cuando eran tan felices, cuando tenían todo lo que una persona puede desear. Y cuando dejó de concentrarse en a aflicción de su pecho y se fue relajando,  sucedió.
Una imagen tras otras fueron reproduciéndose en su mente. Atraídas por su conciencia, rescató momentos del pasado y pudo verle otra vez. Su rostro nítido y claro como cuando lo tenía delante. Esa sonrisa que tantas veces la habían provocado carcajadas. Aquellos labios que siempre la habían llevado a un estado de ebullición.
Observó sus manos, ésas que nunca olvidaría, las que la habían ayudado, una y otra vez, a superar los momentos difíciles. Y estudió esos ojos, de los que se había enamorado una vez hace muchos años,  tan inocentes  y tiernos, tan llenos de vida, impregnados de ese brillo nacarado que le llenaba el alma de gozo. Respiró su aroma, sintió su aliento y sonrió.
Lo percibió con la misma sinceridad y profundidad con la que se viven las cosas. Le escuchó reír y cantar. Le contempló leyendo, haciendo bromas y bailando, sin pestañear.  Analizó lo que estaba aconteciendo y se dio cuenta de que no debía de sufrir más.
El no la había dejado sola, ni desaparecería nunca porque vivía dentro de ella. “Aquí me encontrarás", escuchó la voz de su amado diciéndoselo y sin poder evitarlo volvió a llorar.  Pero ya no de dolor, sino de alegría al comprender que era verdad.
Todo lo que habían vivido, todo lo que habían hablado, no se desvanecería nunca, nadie se lo podría arrebatar, porque eran huellas indestructibles que nacían en su conciencia y en su alma para toda la eternidad.
Así son los recuerdos,  un regalo de nuestra existencia, un bien divino dónde los haya. Nos permite revivir momentos una y otra vez, tantas como queramos, escapar del tiempo y flotar en el universo de nuestra esencia, de nuestras experiencias.
Después de pensar en ello,  la joven se sintió agradecida por ser portadora de este don casi mágico, porque aunque el ya no estuviera presente, estaría con ella siempre en la intimidad de su memoria.
Los sentimientos, a la muerte, sobreviven y por eso decidió que plantaría allí un árbol. El árbol de la vida que desafiaría a la gravedad, elevando sus brazos hacia el cielo, igual que ella desafiaría a lo perecedero sembrando allí la semilla inmortal de su amor.
 Fin