Contemplaba
con fascinación, como quién acaba de descifrar el misterio de la muerte, el
hilillo de sangre que nacía en su entrepierna, surcaba la cara interior de su
muslo y descendía lentamente hasta acumularse en el revés de su rodilla.
Adoro
la lava, esa lengua de fuego que se esparce, magmática, en imprevisibles
direcciones y engulle a su paso todo lo que toca. Hay en su rojo candente algo
placenteramente destructivo. Hay en su paso lento, pero certero, algo
oscuramente erótico. Lo que siento por ella es amor. Puro, libre, voluptuoso.
Anhelo perderme en su espesura, en su cadencia, en su indomable pasión. Sé que
nuestro romance es imposible y eso me causa impenetrable frustración. La busco
en cada persona, pero no la encuentro. No encuentro en sus cuerpos, ni en sus
mentes, ni siquiera en sus espíritus -si es que lo tienen- el instinto salvaje y creador
que ella posee. Algún día acabará por hacerme perder el control, lo sé. Seré
como quién se hizo escritor por cantar a la naturaleza, pero tal es la
atracción que siente, que acaba abandonándola para fundirse con ella. Mi destino será el mismo que el
de Empédocles…sólo que yo soy mujer.
La
superficie virginal del mármol que hacía de suelo fue profanada por dos enormes
coágulos de sangre menstrual que cayeron sobre él llenándolo, cual pintor que
llena un lienzo en blanco. Sólo una imagen poderosa como ésta podía arrebatarla
de sus estados de ensoñación. Se tumbó en el suelo boca abajo y, tras
regocijarse al pensar que ni el frío jaspe podía mitigar su fuego interno,
observó las diferentes texturas y matices de colores de aquellos cuajos. Los
recogió con sus dedos, comprobó su elasticidad, se los acercó a la nariz y los
olfateó. Olían a vida.
http://www.youtube.com/watch?v=OMiodX7pZ_w
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