Desde las entrañas del volcán

Desde las entrañas del volcán
Blog-experimento. Espacio onírico. Utopía en proceso de construcción. Soy comunicadora audiovisual, guionista, escritora, feminista, militante de lo colectivo, artista, activista, anticapitalista y hechicera de la revolución. Colaboro con varias publicaciones y me apunto a un bombardeo. Para propuestas amorosas y proyectos contacta conmigo: garcialopez.alejandra@gmail.com

domingo, 31 de julio de 2011

Pesadilla

Johan Heinrich Füssli, la pesadilla.


Anoche sentí su aliento. En mitad de la noche, cuando el calor apretaba y mi psique divagaba por el bosque misterioso. No  veía su rostro pero sentía el pavor de tenerle sobre mí, observándome mientras luchaba por buscar la luz, en lugar de dejarme arrastrar por su oscuridad. Es curioso, casi una contradicción. La oscuridad asusta y no es beneficiosa, a menos que sólo sean pinceladas sutiles para dar contraste a la luz. Aún así, el miedo, la incertidumbre, la espiral del dolor, parecen tener connotaciones por las que nos sentimos atraídos inevitablemente, me atrevería a decir, inconscientemente. 

El rostro tétrico de la noche es también su elemento más misterioso y profundo. La oscuridad en la que nos sumergimos parece de pronto un lugar cómodo, para mantenernos al margen del mundo exterior. Pero estos parajes son peligrosos si no somos conscientes del deseo vital que nos mueve, que nos mantiene vivos. ¿Por qué caemos entonces en estos viajes de descenso a los infiernos?. Nunca son agradables, en cambio, si es agradable volver a la luz después de haber llegado al fondo, o por lo menos a lo más hondo que, hasta ese momento, hemos podido.

La caída en el bosque misterioso nos obliga a pasar ante nuestros miedos, un paseo por las zonas más oscuras, las que permanecen ocultas, nos hacen tomar consciencia de quienes somos verdaderamente. En este cruce de miradas con el lado oscuro he llegado a sentir horror,miedo, falta de valentía, ganas de salir corriendo. Pero es la pregunta de siempre, ¿Prefiero ignorar y ser feliz a medias, en un nivel más superficial? o ¿Prefiero ahondar en las profundidades, con el peligro y el horror que eso conlleva, para que tras tomar consciencia de nuestra verdadera forma, nuestra felicidad sea plena?

Cada vez más, acostumbro a hacer uno de estos viajes. Nunca son fáciles pero reconozco que el misterio y la fuerza, que lo oculto connota, me atraen demasiado. Sería masoquismo si a la vuelta del viaje no hubiera conseguido nada, excepto verle la cara al miedo y después vérsela al dolor. Pero la vuelta siempre es enriquecedora porque regresas con el conocimiento de los orígenes de la frustración o malestar que nos acompaña en la vida.


El instinto destructor, de muerte, forma parte de la vida al igual que su opuesto, el instinto de Eros. No quiero eliminar el instinto de Tánatos, sino ser consciente de él e integrarlo en equilibrio con su opuesto. Si lo intentamos anular se volverá peligroso y saldrá a la luz en su forma más horrible. Los excesos de Eros, o más bien, las ansias de Eros también son peligrosos.  En el equilibrio de estas fuerzas integradoras encontraré la plenitud.
Fin

jueves, 28 de julio de 2011

El cuervo

Me acuerdo perfectamente de la primera vez que escuché la historia. Tenía 5 años, era invierno y hacía mucho frío. Mi padre solía contarme un cuento, todas las noches, antes de dormir. Aunque esa noche fue diferente. Yo no llegaba a comprenderlo del todo, pero saqué mis propias conclusiones.

Recuerdo la sensación que me producía. Los escalofríos hacía que se me erizaran los pelos de la nuca. Me daba pánico que el pájaro de las tinieblas, viniera del inframundo para llevarme, a mí o a alguien de mi familia. 


Después de fabular, siempre con las mismas palabras, mi padre me decía “ y ahora duérmete, no tardes...el cuervo sale a estas horas del Hades y viene a buscar a las personas que no duermen cuando deben…”. Eso me dejaba temblando. 


Mi padre hablaba de ése pájaro como un ave de color negro y ojos brillantes que te observaban fijamente en la noche, para comprobar si estabas durmiendo. Se mimetizaba con la oscuridad y, llegado el momento, sólo podías ver esos dos puntos rojos, brillantes, flotar en el aire y dirigirse a ti a toda velocidad.  Y este movimiento era acompañado por el batir de sus alas que no veías y un susurro cuya procedencia era indescifrable y que lo envolvía todo de una atmósfera insólita.


Tras arroparme y darme un beso en la frente, salía del cuarto y me dejaba una pequeña luz encendida. Este era el peor momento. Entonces todas las palabras que el había utilizado para describirme el mundo de las sombras, retumbaban en mi cabeza: almas en pena, gritos de angustia, Caronte el barquero y Cerbero aquel perro enorme de tres cabezas, que me daba pavor absoluto.

Esa noche, al salir mi padre de la habitación, un miedo mayor que al que estaba acostumbrada, recorrió mi cuerpo desde los pies a la nuca. De pronto, la sombra de lo que parecía ser un pájaro, se apoyó en mi ventana. No lo veía de forma nítida pues el exterior estaba oscuro, pero lo reconocí por esos dos puntos brillantes que me miraban en la oscuridad. Fuera los árboles se movían mucho y el viento y la lluvia producían un sonido aterrador. Comencé a escuchar el batir de sus alas y vi sus ojos candentes y flotantes desaparecer en el exterior.

En ese momento, escuché a mi madre gritar. Estaba temblando hasta que escuché un susurro que dijo “Nunca más, nunca más”. Entonces cerré los ojos fuertemente y recé para poder dormirme rápidamente, a pesar de la angustia, por haber escuchado ese alarido de dolor. Al día siguiente, mi madre ya no estaba. “Se la llevó el cuervo” dijo mi padre. Y entonces todo encajó. Eso es todo, y nada más.

Fin

Deseos


Las Nereidas de Gaston Bussière


Érase una vez, en el siglo III a.C., en un pueblo de la isla griega de Egina, una mujer llamada Calíope. Ella lo tenía todo, excepto belleza. Sus ojos eran grandes y saltones, y su nariz curva y prominente. Su cuerpo era bonito, pero  desproporcionado. No gozaba de grandes lujos, ni riquezas aunque tenía un esposo que la quería mucho y una humilde casita rodeada de viñedos y olivos. La mujer no había tenido una infancia, lo que se dice, feliz debido a su rostro, poco agraciado. Se refugió en los libros para evitar las miradas de la gente del pueblo y desarrolló grandes conocimientos en literatura y filosofía. Ella siempre había anhelado el amor, sobre todas las cosas, pero pensaba que con su aspecto nunca encontraría nadie con quién pasar el resto de sus días.

Se acostumbró a vivir sola, hasta que llegó Héctor al pueblo. El era un joven ciego a quién Calíope empezó a frecuentar para leerle libros, a petición de su madre. Así se inició entre ellos una bonita relación de amor. Eran felices y todo iba bien, aunque Calíope seguía teniendo problemas de autoestima. De hecho, no soportaba mirarse en un espejo, por eso no había ninguno en la casa que compartían. No necesitaban nada más y así pasaron los años.
Un día se produjo un extraño suceso. Calíope solía bajar a la playa al amanecer, pues así evitaba encontrarse con los vecinos, pero ése día algo en la arena llamó su atención. Era muy brillante y parpadeaba intermitentemente. Así, atraída por los destellos, se acercó. Un misterioso charco de agua cristalina se había formado en mitad de la playa. Cuál fue su sorpresa que al inclinarse, para ver el fondo, vio el rostro de una hermosa mujer. Calíope se quedó boquiabierta observando aquel rostro que parecía el reflejo de la misma Tetis, una ninfa del mar. Sus ojos negros como el azabache contrastaban con el rojo de sus labios. Y su pelo oscuro, llenaba todo el charco, haciendo que pareciera las profundidades marinas hecha mujer. Calíope, atraída por la belleza, se agachó para tocarla y, en ese momento, un brillante haz de luz iluminó la playa. Ella se asustó, al principio, y se relajó cuando la mujer del reflejo empezó a cantar.
Calíope la miraba con extrañeza pero, pronto, la voz melodiosa le contagió y comenzó a reír. La mujer le dijo que era una Nereida, hija del dios de las olas y que venía porque había sido elegida, pues ella había tocado el agua. Calíope la escuchaba sorprendida.-Por ello te concederé tres deseos- dijo la ninfa. Calíope se río dudando de la veracidad de la Nereida que se puso seria en cuestión de segundos. Le dijo que no debía tomárselo a broma pues no era un juego sino voluntad de los dioses. Calíope, que era muy creyente, en seguida reaccionó y se volvió seria y concentrada.
La ninfa le dijo que tenía que beber el agua del charco y entonces encontraría una caracola por la que tendría que soplar antes de formular los deseos. Cuando terminó, añadió- sólo hay una regla: Los deseos tienen que perseguir un bien que no vaya en tu propio beneficio-. Calíope asintió y la ninfa desapareció en el agua. Ella se quedó perpleja e hizo el amago de marcharse pero, finalmente, sumergió sus manos y bebió. El agua comenzó a absorberse hasta que el charco se vació, dejando una preciosa caracola en su centro. La cogió y observó sus hermosos detalles y colores. Finalmente, pidió que su marido, Héctor recuperara la vista y sopló. Un sonido de intensidad baja pero envolvente y reconfortante recorrió la playa.
Acto seguido, volvió corriendo a casa y encontró a su marido llorando. Se acercó asustada por haberle podido provocar algún daño. Héctor la miró con los ojos llenos de lágrimas, se acercó a ella y la besó apasionadamente. Después, añadió -puedo verte, eres tal y como imaginaba- y Calíope lloró de emoción. Ella nunca confesó lo de la caracola, pero pronto sus inseguridades salieron a la luz.
Un día llegó a la casa una joven extranjera que se había perdido. Héctor la atendió como hubiera atendido a cualquier otra persona, le dio comida y bebida y le indicó el camino que debía tomar. Sin embargo, Calíope al ver a la joven se dio cuenta del peligro que corría. Tenía miedo de que ahora que Héctor podía ver, la dejara por su fealdad.
Un día la joven volvió a la playa y mirando al mar, susurró -quiero ser la mujer más bella de todas y que los hombres me deseen-. Sopló la caracola y se metió en el mar. Cuando salió su aspecto había cambiado por completo. Tenía un cuerpo perfecto. Se había convertido en la divina proporción. Sus ojos saltones eran ahora unos preciosos ojos rasgados, oscuros como la noche. Y su rostro era el reflejo de la belleza, si acaso la belleza tuviera rostro.
Entonces, fue corriendo hasta un charco y comenzó a reír al ver su imagen reflejada en el agua. Volvió corriendo desnuda e irrumpió en la casa, abalanzándose sobre su marido. Se llevó una gran sorpresa al ver su reacción.- ¿Quién eres?, ¡suéltame!- gritaba sin parar.-Soy yo Calíope, ¿no me reconoces?-. Su marido la miraba horrorizado al escuchar la voz de su mujer en un cuerpo y un rostro diferente. -¿Dónde está mi mujer?, ¿Qué has hecho con ella?-. Calíope empezó a recitar los cantos de la Ilíada que tanto gustaban a su esposo, hasta que, por fin, le hizo entrar en razón. Héctor, que no era tonto, se empeñó en saber qué había pasado y ella le mintió diciendo que había salido así del mar. -Habrá sido obra de las Nereidas- añadió. Su marido sonrió y la besó.
Calíope llenó la casa de espejos para verse a todas horas. Pasaron los días pero como ella ya no era fea no tenía miedo de ir al pueblo. Todo lo contrario, le encantaba exhibirse, volviendo así locos a todos los hombres de la comarca. Todos la adoraban y la deseaban. Desde otros pueblos, se acercaban decenas de hombres al día para llevarle ofrendas, pensando que era la misma Afrodita. Estaba Calíope tan contenta que no se dio cuenta de los demonios que estaban despertando en su marido.
Héctor se había vuelto celoso y, en más de una ocasión, había tenido que volver antes que ella a casa porque no soportaba verla coqueteando con otros. Un día contemplando su belleza, mientras Calíope dormía, estuvo a punto de asfixiarla, pues veía que era la única manera de que no la tuvieran otros. Al día siguiente, cuando la joven volvía de darse su baño, una extraña sensación recorrió su espalda. Entonces corrió arrastrada por un mal presentimiento. Cuando cruzó el umbral de la puerta descubrió a Héctor ahorcado, colgando de la viga que sostenía el techo. Entonces gritó, desesperada, intentando soltarle. Pero cuando lo consiguió estaba muerto. En la mano sostenía una nota que decía: “los celos me están volviendo loco prefiero irme antes que hacerte daño”.  Entonces lloró de impotencia y corrió a por la caracola.
Calíope volvió velozmente y gritó -quiero que todo vuelva a ser como ayer y mi marido no se suicide- entonces sopló y cerró los ojos con fuerza. Cuando los abrió, Héctor seguía muerto. Calíope se apoyó en su pecho y así permaneció horas, esperando volver a escuchar latir su corazón. De pronto, una mano rozó su hombro y se dio la vuelta, confusa. Quedó perpleja cuando vio a la Nereida. Se arrodilló a sus pies y suplicó que todo volviera a ser como antes.
La ninfa le contestó -te advertí que tenían que ser deseos en beneficio de otros. Calíope la miró arrepentida y comenzó a llorar diciendo lo mucho que lo sentía. La ninfa le dijo que había hecho mal y ella replicó que su tercer deseo no se había cumplido. La Nereida explicó­- Al pedir tu segundo deseo desataste la ira de los dioses pues fue en tu propio beneficio­­-. Calíope estaba horrorizada, casi no le salía la voz. Explicó que sabía que lo había hecho mal, que había aprendido la lección y que no quería nada más que volver al estado inicial.-Sin embargo, tu tercer deseo fue volver a como estaban ayer- dijo la ninfa y añadió -estoy aquí para ayudarte, puesto que tu primer deseo fue en beneficio de otros y evitar que se cumpla tu tercer deseo-. Calíope la miró confusa y la ninfa asintió.-Si, porque de haberse cumplido tú hubieras seguido siendo demasiado bella y Héctor, que no lo habría soportado, hubiera acabado matándote o arrancándose los ojos-. Calíope rompió de nuevo a llorar y besó las manos de la ninfa.- ¡Te lo suplico!, que todo vuelva a ser como antes, lo teníamos todo, éramos felices- repetía, una y otra vez. Hasta que la Nereida le sonrió. -Te concederé ese deseo, con una condición-. Calíope asintió con los ojos llenos de lágrimas.-Héctor  volverá a ser como antes, pero a cambio portarás tú la caracola convirtiéndote así en una Nereida como yo. Esta caracola está en la tierra, desde sus orígenes, por voluntad de los dioses, para que los mortales aprendan esta lección. Tu cometido será pues, hacer que tres personas aprendan la misma lección que tú has aprendido y de esa forma la caracola pasará a otras manos y tú volverás a ser como antes-.
Calíope la miraba con ojos vidriosos pero la ninfa no se inmutó. Entonces miró a su esposo que yacía en el suelo y, en voz alta, aceptó. La ninfa se agachó y le besó en la cabeza.
Un sonido, como el que hacía la caracola, se escuchó aunque mucho más agudo y ensordecedor. Entonces, la ninfa comenzó a cantar y  desapareció. Todos los espejos de la casa estallaron en mil pedazos. Calíope, asustada, se tumbó sobre Héctor para cubrirle. Cuando todo se hubo calmado le escuchó respirar. Entonces le besó emocionada pero al incorporarse su rostro había cambiado y se había convertido en Nereida. Él le dijo que estaba mareado como si hubiera estado profundamente dormido. Héctor volvió a ser ciego pero no recordaba nada, así que no podía echar de menos todo lo que nunca volvería a ver. Calíope se convirtió en Nereida teniendo así que portar la caracola hasta hacer comprender a tres mortales la lección, pero como su marido no la veía ella, guardó su secreto y siguió recitándole los cantos que tanto le gustaban.
                  Fin                         

El trance

Lo que siento cuando escribo es, lo que yo llamo, trance creativo. Es ese momento en el que mi percepción, de las cosas y de lo que me rodea, cambia. Empecé a pensar en este término cuando descubrí mi necesidad de contar historias. Cuando escribir se convirtió en una obsesión. Desde que entendí que de todo se saca una historia, el trance creativo es para mí una forma de vida. Cuando entro en este estado, todo se vuelve misterioso. Desconecto de determinados factores externos. Y conecto con otros, simples o complejos, que llaman mi atención.
Unas veces de forma consciente aunque, me atrevería a decir que, la mayoría no. Dejo de escuchar la conversación de mis amigos. Me dejo absorber por una mirada. O por los gestos de una pareja de la mesa de al lado. Mi cabeza se empieza a llenar de ideas. Establece conexiones sin parar entre todo lo que me rodea. De todas ellas, de pronto, surge una, que siento la necesidad de contar. A veces se por qué, otras no. Pero es incontrolable, como si estuviera poseída. Todo lo que veo, oigo y siento lo relaciono con la historia, que se cuece en mi interior. Señales en la calle, conversaciones ajenas. Es como si el mundo estuviera lleno de piezas de puzzle que voy recolectando para hacer la historia. Entonces ya no hay vuelta atrás. Me da la sensación de que voy a explotar. De emoción y de ansias de escribir. Porque cuando doy con esa historia, la que tengo necesidad de contar, me dejo llevar por ella. Igual me confío demasiado. Pero cuando siento eso, me fío de mi intuición.
Cuando empecé a ser consciente de todas estas transformaciones, comprendí perfectamente la manía de la que hablaban los griegos. Lo definían muy bien como la suma de locura, posesión y felicidad. Creo que, con esto, se podría uno hacer una idea de lo que siento al escribir. Sin embargo, me gustaría recordar un día especial que sirve como ejemplo. Había estado muchos días dándole forma a la historia en mi cabeza, pero no me había atrevido a escribir.
Quedé para ir al El Retiro. El era ideal para pasear sin tener que hablar mucho. Caminamos en todas direcciones y recorrimos los caminos que cruzan el follaje. Era uno de esos días en los que percibes que la tierra está viva. Los árboles, el agua de las fuentes, los pájaros. Me dio tiempo a observar todo lo que quise. Ver las infinitas caras y expresiones de la gente. Imaginar qué pensaba uno o a quién esperaba el otro. Tan sólo cruzábamos miradas cómplices, de vez en cuando, como si tuviéramos un lenguaje secreto, telepático, con el que comunicarnos. Nos sentamos, y sin apenas mediar palabra, el sacó su libro y yo mi cuaderno.

La primera frase me costó, como siempre. Es la que más tacho y reescribo de nuevo. Al principio, siempre me resulta difícil concentrarme. Me agobia mirar el papel en blanco. Es como si no pudiera pensar. Entonces le miré a él. Pensé que se parecía mucho a mi personaje. Después pensé que no. Era mi personaje quién se parecía mucho a él. El trance estaba en camino. Las musas estaban aquí. Su forma de abrir el libro, de mirar a la gente, de acariciar el césped. Todos esos matices me inspiraron y, después de varios minutos, arranqué.
Una vez que se me enciende la chispa no puedo parar. Incluso a veces, la mano no va tan rápido como mi cabeza. Eso me produce cierta ansiedad. Lo veía todo muy claro pero tenía que darme prisa antes de que se me olvidara. Sabía lo que quería contar. Veía a mi personaje moverse, hablar y respirar. Me había poseído. De hecho, hablaba casi solo. Las palabras salían de mi mano a toda velocidad, aunque no tanto como yo quería. Tenía la boca seca, pero no tenía sed. Tenía ganas de fumar, pero no podía parar. No tenía frío, tampoco calor. De pronto, todo a mí alrededor pareció desvanecerse. Ya no escuchaba a los pájaros. Ni olía el césped. Ni siquiera apreciaba la luz del sol. Fue en ese momento, cuando el tiempo se paró. Y me quedé suspendida en el universo de mi historia. No sé cuánto tiempo estuve así. Sólo sé que escribí mucho. Por lo menos, lo suficiente para sentirme satisfecha. Tan incontrolable es cuando viene, como cuando se va. Y dejé de flotar en mi historia, para volver a caer en el césped del parque. Justo cuando gran sombra llamó mi atención. Era él, que volvía con unos helados en la mano. Me dijo que se me veía en paz escribiendo. Me preguntó qué sentía al hacerlo.
Esa imagen suya se me quedará grabada para siempre. Sonrisa dulce y mirada, inocente y curiosa, como la de un niño. Me quedé pensando unos segundos. ¿Cómo iba a explicarle eso?; Sin darme cuenta, empecé a hablar. La escritura es como un vampiro, cuando te muerde, te posee eternamente, le dije. Entonces me besó. Me di cuenta de que él también era como un vampiro. Me dijo que estaba loca y que no cambiara nunca. Sentí que aquello era un reto. ¿Quieres saber lo que siento escribiendo?, Aquí lo tienes.

Fin

Diario de una ingenua

Salí de la ducha. Admiré mi cuerpo desnudo en el espejo. Me vi, peligrosamente, atractiva. Hay dos tipos de miradas: las que me gustan y las que no. Crucé para acortar camino y allí estaban ellas. Como si el tiempo no pasara. Las veía todos los días, clavadas en la acera, como señal en carretera. Solo las miraban de la forma que a mí no me gusta. No sé si podría soportarlo, pensé.
El bar estaba casi vacío. Había llegado pronto. Me senté al fondo mirando a la puerta.  Vino un camarero atractivo a tomarme nota. Me lo llevaría a casa ahora mismo, me pasó por la cabeza. Mientras, pedía mi Gintonic, sonriente. Me quedé observando a la gente. Entró un hombre muy interesante. Parecía dirigirse a una mesa. Me vio y se sentó más cerca. Su mirada era incierta, turbia y pervertida, pero me gustaba. Mire el reloj. Media hora de retraso, ya no viene, intuí. Su mensaje diez minutos más tarde me lo confirmó: “No puedo ir pequeña”. No me importaba demasiado. Estaba entretenida. Era la pelota de un partido de miradas lascivas, que peleaban sutilmente por llevarse aquel premio, que era yo. Me sentía poderosa, deseada, y muy impaciente.

El camarero vino a traerme la tercera. De parte del señor de ahí, me dijo con recelo. Y me dio una nota. Decía que nos fuésemos a un hotel y mis servicios serían bien recompensados. Me enfadé mucho. No podía creérmelo. Mi corazón empezó a latir. Levanté la mirada y allí estaba. Mientras jugueteaba con la copa y observaba como me desnudaba con la mirada, empecé a pensar en las hetairas.

Siempre me había sentido atraída por aquellas mujeres de la antigua Grecia. Dedicadas a los placeres del cuerpo y objeto de ofrendas a Afrodita. Las más libres de toda Ática. Tenían independencia y cultivada educación. Algunas, incluso, filósofas ellas mismas. Dominadoras de oradores. Inspiradoras de filósofos. ¿Por qué no convertirme en Aspasia por una noche?, pensé. Aquel hombre me miraba como si quisiera traspasarme, abrirme en canal y meterse dentro. Su lengua hizo bruscos movimientos y sus manos me recorrieron atrevidas por todos los rincones de mi cuerpo. Cuando intentó besarme, todo cambió. Su aliento, caliente, olía a perro muerto. La elegancia de aquella habitación pareció desvanecerse. Las ganas de ser poseída se me quitaron. El ambiente era sórdido. Estaba cargado y olía a sudor. Aquella mirada me dio miedo. Quise salir de allí corriendo. Se levantó y empezó a masturbarse. Me quedé paralizada, horrorizada.

No pude decir nada, ni moverme. Sólo recé para que acabara rápido. Así fue. Aquel miembro empezó a escupir. Salpicándolo todo. Salpicándome a mí. Sentí ganas de vomitar y conseguí ponerme de pie. Me puse el vestido y salí sin mirar atrás. En la calle lloré. Por mí, porque me había dejado sucia y vacía. Con la imagen de un pobre animal eyaculando, enfermo, ansioso, desesperado. Comprendí lo estúpido de mi comportamiento. Y seguí llorando por quienes tienen que pasar por esto. Para sobrevivir, para poder seguir siendo. Somos sexuales pero también racionales y amorales, con inquietudes y aspiraciones, que van más allá, ¡joder!. Volví corriendo a la calle dónde el tiempo no pasaba. Dónde estaban ellas. Aquel hombre me había dado el dinero al llegar al hotel. No lo quería. Me dirigí a una, la más joven y se lo di. Me miró cómplice, agradecida y humilde. No hicieron falta más palabras. Volví a casa. Juré que no perdería ni un segundo en algo que no me hiciera ser mejor. Había vendido mi alma al diablo. Me costó recuperar la dignidad que dejé en aquel hotel. 
 Fin